El día que aquel viejo
me entregó la llave que abría todas las puertas supe que mi vida era una cuesta
abajo inevitable con una gata loca durmiendo a los pies de mi cama que no
dejaba de maullar. Y eso que alguien me avisó. Me dijo eso de: Chico, no sabes
donde te estás metiendo. Pero es que yo siempre tuve los oídos, un poco
taponados. Quizás era el exceso de cerumen por llevar siempre los cascos puestos
y la música rock a todo volumen, o por lo de ponerme tapones de silicona para
ir a nadar. Esto último una herencia de mi querido padre, tan delicado en la
salud de sus tímpanos como yo mismo. Mas, mirando aquella extraña, reluciente y
argenta ganzúa maravillosa, pensaba en todas esos prodigios que me aguardaban en el futuro, tales
como dormitorios de princesas treinteñas en floración y cajas de seguridad bien
repletas de fondos hasta donde el castigo de una moral ferrea empieza a ceder.
Y sin embargo, la llave
durmió en un cajón de mi dormitorio durante quince largos años entre calcetines viejos
y calzoncillos hasta que prácticamente me olvidé de su mera existencia. Incluso
de la de aquella gata que murió ya hacía algún tiempo atrás. De hecho un día,
una mañana cualquiera tomando café y revolviendo el cajón con la intención de
encontrar unos calzones limpios que no estuvieran demasiado viejos, la volví a
ver y me sonreí pensando: ¡ Qué gilipollez!, y si sería verdad lo que en su día
me contó aquel colgado. Por lo que hice intención de probarla por la noche
cuando volviera cansado del trabajo en la fábrica; de probarla en la misma
puerta de casa, de comprobar que todo era un cuento chino... y poner fin a
la estúpida historia de aquel anciano chocho con aspecto de Santa Claus
hemofílico.
Así lo hice, y la llave
la abría a la perfección. Y mi taquilla del gimnasio. La puerta de la
oficina... ¡ Todo!. Y de repente me puse a temblar pensando en todas aquellas
fantasías que aquella llave me dibujaba de nuevo. Me sentía como un niño travieso,
y sin embargo, algo me decía que la dejara de nuevo en el cajón hasta que
encontrara a alguien digno de tenerla, o al menos tan necio como yo. Era la
llave del mundo y no merecía tenerla cualquiera. Así que volví a depositarla en
aquel cajón. Y sin más, la olvidé. Eso sí, siempre me gustó nadar, joven o
mayor, sobre todo de espaldas, aunque lo del rock and roll lo fuera dejando
poco a poco por un buen habano y la partitura de una sonata de Beethoven mojada
en Cognac Hennessy.