Staedtler Noria 120


Debajo del sofá en donde escribo encontré no hace mucho un viejo lápiz de grafito Staedtler Noria 120 de negro y gualda cual una avispa a punto de picarme en el ánimo y la nostalgia. Me hizo recordar la goma de borrar Milan 430 que acicalaba todas mis cagadas escolares. Y me sentí viejo de pronto. En un segundo de fatídico de recuerdo infantil. Cuando las hostias volaban en cuanto menos lo esperaba y el Real Madrid ganaba ligas como Don Emilio Botín amasa millones a la semana. El caso es que decidí darle buen uso al lapicero, y no enviarle de nuevo al museo de los trastos inútiles, u otra vez a ese fondo marino que es lo que esconden los cojines ablandados a traseros de mi confidente de tantas siestas con musarañas.
Compré una libreta en la tienda de los chinos de la esquina, y me senté en un banco de la calle con mi lápiz recién recuperado a describir en prosa ciega de lo que veía. Nada interesante. Dos tipos me miraban como si sospecharan de que era un policía de paisano apuntando algo de ellos y se largaron con sus trapicheos a otra parte. Apenas los pude bosquejar sin matices. Como a la señora que venía de la compra con el carro lleno y un moño ridículo, que se me quedó mirando fijamente como si nunca en su vida hubiera visto a nadie escribir. La verdad es que tenía unos ojos tan tristes, que le hacían llorar a uno... Y, ahí me quedé, en un incipiente bloqueo de escritor, y también sea dicho, porque la sombra del arbolito que me refrescaba se había ido hace tiempo a mejor sitio, y el sol me apretaba de firme, recalentándome la cabeza.
Vamos, que metí el lapicero en un bolsillo de mi chaqueta y por una ahora conocida cuesta abajo fue que se perdió de nuevo. Encontró ese hueco, ese agujero descosido que nunca crees tener, y que sin embargo, se te va llevando poco a poco a ese limbo de lo cotidiano, todas esas minúsculas y preciosas cosas tan importantes que tiene la vida. La historia de la niñez hecha mina inútil de escritura, los ojos entristecidos de una dama que lleva su compra a casa, o... algunas notas sueltas, con las que trenzar una pequeña historia de nada apenas. Algunos párrafos sueltos pobre y prestamente hechos grito. Volcado en un teclado negro... sentado en el sofá en donde escribo, de buena mañana, tomando café con leche y magdalenas.

La llave del mundo


El día que aquel viejo me entregó la llave que abría todas las puertas supe que mi vida era una cuesta abajo inevitable con una gata loca durmiendo a los pies de mi cama que no dejaba de maullar. Y eso que alguien me avisó. Me dijo eso de: Chico, no sabes donde te estás metiendo. Pero es que yo siempre tuve los oídos, un poco taponados. Quizás era el exceso de cerumen por llevar siempre los cascos puestos y la música rock a todo volumen, o por lo de ponerme tapones de silicona para ir a nadar. Esto último una herencia de mi querido padre, tan delicado en la salud de sus tímpanos como yo mismo. Mas, mirando aquella extraña, reluciente y argenta ganzúa maravillosa, pensaba en todas esos prodigios que me aguardaban en el futuro, tales como dormitorios de princesas treinteñas en floración y cajas de seguridad bien repletas de fondos hasta donde el castigo de una moral ferrea empieza a ceder.
Y sin embargo, la llave durmió en un cajón de mi dormitorio durante quince largos años entre calcetines viejos y calzoncillos hasta que prácticamente me olvidé de su mera existencia. Incluso de la de aquella gata que murió ya hacía algún tiempo atrás. De hecho un día, una mañana cualquiera tomando café y revolviendo el cajón con la intención de encontrar unos calzones limpios que no estuvieran demasiado viejos, la volví a ver y me sonreí pensando: ¡ Qué gilipollez!, y si sería verdad lo que en su día me contó aquel colgado. Por lo que hice intención de probarla por la noche cuando volviera cansado del trabajo en la fábrica; de probarla en la misma puerta de casa, de comprobar que todo era un cuento chino... y poner fin a la estúpida historia de aquel anciano chocho con aspecto de Santa Claus hemofílico.
Así lo hice, y la llave la abría a la perfección. Y mi taquilla del gimnasio. La puerta de la oficina... ¡ Todo!. Y de repente me puse a temblar pensando en todas aquellas fantasías que aquella llave me dibujaba de nuevo. Me sentía como un niño travieso, y sin embargo, algo me decía que la dejara de nuevo en el cajón hasta que encontrara a alguien digno de tenerla, o al menos tan necio como yo. Era la llave del mundo y no merecía tenerla cualquiera. Así que volví a depositarla en aquel cajón. Y sin más, la olvidé. Eso sí, siempre me gustó nadar, joven o mayor, sobre todo de espaldas, aunque lo del rock and roll lo fuera dejando poco a poco por un buen habano y la partitura de una sonata de Beethoven mojada en Cognac Hennessy.